Escribió el artista escocés Momus acerca del Retro-Necro, un comportamiento del mercado del pop en nuestros días que nos explica (pueden ver el artículo completo aquí): “El Retro Necro es en parte la fiebre por el archivo que ha existido desde que se lanzó el formato de CD, y la bonanza de la reventa para los sellos – y la recompra por los consumidores ansiosos por “el sonido perfecto por siempre jamás”- de su catálogo previo”.
Él mismo ejemplifica el interés renovado pero también acrítico y pertinaz por Ian Curtis y Joy Division; una historia, una banda y una música que durante poco más de veinte años representaron justamente lo contrario de la retro-moda, sin necesidad de revivals mercadológicos, sin estar en boca de todos, Joy Division eran como un secreto a voces, un ángel para la soledad, un vestigio de una era que no se completó.
Descubrir a Joy Division era internarse en lo que he llamado el rock no amaestrado, lidiar con una sombra pesada en el aislamiento de tu cuarto, aventurarse en la lírica abiertamente suprematista y despectiva, aunque sí, de hermosos paisajes y de atracción fatal de Curtis, pero que no dejaba de horrorizar. Un elemento que comparten los escritores con tendencia fascista como las novelas de Ernest Junger o la poesía de Ezra Pound: mesianismo destructivo, ajusticiamiento divino en lo oscurito.
Pero con el exceso de telenovela por delante, la inquietud necesitada de héroes malditos, devenida invasión de la intimidad para descubrir qué hizo Curtis hasta el último segundo antes de colgarse recuerdan claramente la ponzoña chismorrera, la vocación notarojista chambona y sudorosa alrededor de la muerte en Paris de Jim Morrison; triste chapuza para seguir con la vieja cantaleta del mártir del rock, que ya chole…
Curtis no fue un mártir del rock, tampoco el ejemplo de cómo sucumbe el genio ante la incomprensión de su mundo. El cantante de Joy Division funcionaba como cualquier persona, al margen de su creación, eso del artista que vive su obra es un rotundo romanticismo agrio que por suerte la película de Control de Anton Corbijn medio establece, al mostrar como la cotidianeidad del muchacho se convierte justamente en el motivo de su desenlace: stardom life too much for such a simple guy.
Ahora en lo que respecta a la música del cuarteto, su aportación sigue ahí intacta, pero es como todas las cosas, si follas todos los días acabas por perderle el saborcito, si te comes todos los días la misma milanesa acabas por aborrecerla; en el caso de Joy Division, creo que siempre será una banda para guardar en el cajón y sacarla como píldora especial, el día que más la necesitas.
Hay que borrar un poco la sobrexposición que hemos tenido a Joy Division en estos últimos años, olvidarnos de re-makes, de maniquíes representándolos en películas, de documentales variados que los elevan y entender a esta banda como lo que fue: un puñado de muchachos normalitos de una ciudad gris industrial, olvidada y devastada socialmente, que de pronto le arrebataron al primer Velvet Underground el derecho histórico del rock dañino y le dieron de nuevo esperanza a una creación paradójica, un “legado hace tiempo removido, que un día será mejorado” como rezaba la más que nazi canción “A means to an end”.
Por lo pronto, es hora de olvidar un poco a Joy Division.
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